Burgos
1506.-
La
muchedumbre agolpada en la plaza del Mercado Mayor jalonada de tapices, soportaba
el rigor del verano castellano haciendo de la curiosidad sombra, a la espera de
aclamar a don Felipe y doña Juana que entre repiques de campanas se dirigía a
la Casa del Cordón. Los flamantes nuevos reyes descabalgaron frente a la puerta
con cordón franciscano labrado en piedra que sirve de unión a los blasones de
los Velasco y los Mendoza-Figueroa y entraron en el patio arqueado en forma de
claustro con pozo central. Don Felipe repartía sonrisas cómplices a las damas y
esposas de oficiales mayores que rodeaban a la joven pareja. Las galanterías,
que continuaron durante la comida, acentuaron la indisposición de doña Juana
que se retiró a sus habitaciones mientras Felipe bebía y bailaba incansable.
Cuando
la fiesta languidecía un gentilhombre propuso al rey cambiar de aires; a menos de
media legua un grupo de oficiales de la guardia jugaba a la pelota y don Felipe
era –o al menos eso afirmaba– buen jugador.
- Me
batiré con el mejor –dijo.
Felipe
encontró un buen oponente y la ventaja no se inclinaba de ningún lado. Tal vez
la contundencia del banquete, tal vez el juego, sofocasen al rey. Pidió agua
muy fría que le fue servida de una fuente cercana y la comitiva se retiró.
Al
amanecer, don Juan Manuel, señor de Belmonte llamó a los médicos: el rey tenía
fiebre muy alta y dolores en el costado. Felipe, rodeado de galenos flamencos,
que despreciaron la ayuda de los castellanos, se agitaba entre convulsiones y
sudores. Doña Juana en la cabecera, apenas podía contener las lágrimas.
Al
séptimo día (25 de septiembre) el rey joven y hermoso, yacía sin vida en el
palacio de los Condestables. Los vivas de ayer lamentos son hoy: « Murió el rey
don Felipe». Doña Juana, embarazada de nuevo, con la vista fija en los cuatro
cirios, pensaba aun que aquel joven rubio iba a levantarse en cualquier momento
para tomarla de la mano.
En la mañana siguiente se procedió a embalsamarlo según la costumbre flamenca. Dos
cirujanos se encargaron de preparar el cuerpo haciéndolo colocar en un ataúd de
plomo recubierto de madera. La archiduquesa mandó cerrar ventanas y postigos y
así permaneció casi tres meses en completa oscuridad. El veinte de diciembre
cansada de su voluntario encierro rodeada de servidores con antorchas se
dirigió, de noche, a la cartuja de Miraflores:
- ¡Desenterrad
el cuerpo de mi marido! ¡Estoy cansada de estar en el lugar donde murió!
Temiendo
lo peor por su avanzado estado, monjes y cortesanos accedieron.
- ¡Testificad
que es el cuerpo de mi marido! –exigió cuando el ataúd fue abierto
.
Nadie,
monje o seglar, quiso asumir la responsabilidad de oponerse a su deseo. Cerrado
de nuevo el féretro fue colocado en un carro fúnebre y la reina dispuso partir
hacia Valladolid con la condición de viajar siempre de noche:
- La
viuda que ha perdido el sol de su vida no puede exponerse a la luz del día
–dijo.
“De
ahí arranca la leyenda de doña Juana, la Reina que, enloquecida por la muerte
de su marido, no consiente en que lo entierren, y hace transportar su cadáver
de pueblo en pueblo...” La cautiva de Tordesillas (pág. 151).
2 comentarios:
¿Qué pasó por la mente de aquella reina que se atrevió a amar hasta perder la razón?
Vaya sofoco el
de Felipe
que a la tumba lo llevó.
Vaya el amor
de Juana
que al haber perdido el sol
por los caminos
de Dios,
de noche viaja
sin consuelo
y dolorida.
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