A
veces, algunas veces, parece complicado entender este mundo en el que a pesar
del caos, las prisas, la presión, estamos tan «a gustito», y digo esto, porque
no conozco (yo) a nadie con voluntad firme de abandonarlo motu proprio. Tal vez esa complicación de la que sin lugar a duda
formamos parte, nos lleve a despotricar en primera instancia de quienes por su
aspecto no encajan (el hábito sí hace al monje) en el perfil fijado por
nosotros.
La
salida de un colegio, el autobús urbano, una feria, o cualquiera otra
aglomeración variopinta en la ciudad, son buen motivo para que el despotrique
prolifere. Un motivo puede ser la pareja de padres, ella con minifalda y
camiseta de tirantes; él con coleta y pendiente. Otro, el vecino
–trasculado por mor del pantalón– con barba yihadista y cadenas colgando que no
sujetan nada. No se salva de nuestra indiscreta cámara oculta el señor entrado
en años con sandalias, camiseta y pantalón bermuda.
Todo esto que parece baladí
y propio del chismorreo gratuito, tiene su reflejo cada día en el despotrique
de pago de los programas de
telerrealidad que de una manera u otra subvencionamos, si no véanse los índices
de audiencia («yo solo veo la 2»).
Tal
reflexión viene a mientes en un día cualquiera cuando los gorriones –descarados ellos– buscan algo
entre mis pies, bajo el banco del paseo; los chiquillos corren las palomas
acompañados de un caniche juguetón; las mamás –tan jóvenes– charlan en grupo al
sol; los repartidores se afanan ante el cierre inminente de los bolardos automáticos
y la ciudad en fin, vuelve a su prisa sin sentido aparente. Por cierto, de la
pareja de padres, ella regenta con éxito una tienda de moda, él tiene cierto
renombre en el mundo de la arqueología. El vecino trasculado a decir de sus
compañeros, es alumno aventajado en la facultad de Historia. El señor entrado en años
disfruta, gracias a toda una vida de trabajo en un banco, de saneada pensión y «pasa»
de convencionalismos.
Los
gorriones, cansados de buscar, juegan entre las ramas, los chiquillos –con sus
jóvenes mamás– vuelven a casa, el
juguetón caniche –atado ahora– sigue sin afán a su dueña, los bolardos, para
preservar la tranquilidad del paseo, emergen del enlosado. En el banco vacío
queda el despotrique. Conmigo, la convicción de que la gente es como es, no como parece, que se afana,
estudia, trabaja y se divierte; la realidad de un mundo con sus modas, sus
prisas, sus tertulianos, su desgobierno, su…,
en el que en el fondo estamos todos tan «a gustito», aunque a veces,
algunas veces, nos gustaría cambiarlo.
Francisco
Javier Eugenio de Santa Cruz y Espejo; (Quito, 1747 - 1795)
Escritor
ecuatoriano.
2 comentarios:
ME ha gustado mucho esa imagen de los gorriones. ¿TE has fijado en que cada vez hay menos? En algunos lugares juegan encima de la mesa de la terraza en la que te tomas un café. A lo mejor la felicidad es eso. Que tengas tiempo para contemplar cómo un gorrión juega en la mesa mientras tú tomas el café.
pues los gorriones han migrado todos para aquí :-)
Publicar un comentario