Los nombres nos son dados por nuestros
padres –salvada aquella costumbre de adjudicar al nacido la onomástica del
santoral- por alguna razón o con alguna intención que para ellos encierra algún
significado. Unas veces es la perpetuación: Carlos I, Carlos II, Carlos III;
otras la sonoridad: Don Ángel, Don Ramón; en otras, la identificación personal se
corresponde con figuras deportivas, personajes del espectáculo o del mundo
folletinesco. De cualquiera de las formas, nombre y tratamiento tienen
notoria importancia.
Era el mayor de dos hermanos, una
persona normal de familia normal y corriente como decía su padre y que siempre
-como le enseñó su madre- cumplía con la norma “para ir por la vida con la
cabeza bien alta”. Nunca cuestionó estos principios, observarlos era lo
correcto. Todo, hasta su nombre, era tan normal como la novela de su
vida. No hay atajo sin trabajo hijo –decía su madre- y así, desde el
convencimiento de que cada día tiene su afán, a trabajar dedicó sus esfuerzos
sin más alharacas.
Veinte años laborando codo a codo con
el propietario de una pequeña empresa, con no menor dedicación que si fuera
suya dieron como fruto una relación entre ambos más de amigos que de otra cosa;
Ángel y Ramón, los hijos del jefe compartieron colegio y juegos con los suyos y
en ocasiones hasta lugar de vacaciones. En casa era frecuente ver ocupada la
mesita del salón con planos y estadillos de trabajo.
- Tengo ganas de que te jubiles, al
menos podré tener la casa sin papelotes por todos los sitios –decía Laura.
- Moriré con las botas puestas -contestaba él.
No es que fuera enemigo del paraguas.
No. Si no que lo olvidaba en cualquier lugar; lo prudente, aún a riesgo de perderle,
hubiera sido llevarlo consigo camino del trabajo situado lo
suficientemente cerca como para que una tormenta tornase en esponja al confiado andarín .
Caían las sombras de la tarde, las
nubes de gran tamaño y un gris opaco que venían del norte deformándose continuamente
casi arrollando los tejados, presentaban
el aspecto de una cadena montañosa para terminar su desarrollo en una
especie de monstruo de gran tamaño y desgarrarse convertidas en aguacero diagonal
y furibundo que arrastrando tierra de lomas cercanas convertía la calle en un lodazal. La humedad, llanto poético
del dolor de su vejez, rezumaba por tejados y paredes de los edificios más
longevos.
-
Juan:
mi padre quiere retirarse y me haré
cargo de la empresa. Él y tú siempre os habéis tuteado, lo sé, pero en el futuro debes
llamarme Don Ángel, ya sabes: es por el “qué dirán”, hay que guardar las formas.
A cien metros de la nave industrial
volvió la vista; la cortina de agua apenas si dejaba adivinar la luz del
despacho que acababa de abandonar, cuanto más recordaba el monólogo, más se
confundían sus ideas.
Debí sacar el paraguas –pensó de
vuelta a casa.
4 comentarios:
La importancia del don, cuánto memo anda suelto. Cuando alguien no tiene otro mérito se cuelga un don y se atrinchera.
Bienvenido al mundo bloguero,se te echaba de menos, Paco.
Se ha perdido ese sentido de pertenencia a una dinastía que hacía casi obligatorio a los padres poner un nombre propio determinado a uno de sus vástagos.
Me encanta la manera de hilar el relato, a tono con esa tormenta tan amenazadora como bien descrita. Excelente, si es que tengo que decir algo.
El tiempo otoñal han activado las musas.
Un abrazo.
Vuelvo a los blogs tras las vacaciones y me encuentro este brillante relato tuyo, Paco. En todo: en temática y en expresión.
Hay que tener un paraguas cerca siempre para estos cambios de tiempo.
Un abrazo.
¡Abramos el paraguas!.
Feliz regreso, Paco. Un abrazo
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