Reflexión

Cuando triunfó el nuevo material de escritura [el pergamino], los libros se transformaron en cuerpos habitados por palabras, pensamientos tatuados en la piel. (El infinito en un junco. Irene Vallejo).

jueves, 27 de agosto de 2015

La importancia del nombre


Los nombres nos son dados por nuestros padres –salvada aquella costumbre de adjudicar al nacido la onomástica del santoral- por alguna razón o con alguna intención que para ellos encierra algún significado. Unas veces es la perpetuación: Carlos I, Carlos II, Carlos III; otras la sonoridad: Don Ángel, Don Ramón;  en otras, la identificación personal se corresponde con figuras deportivas, personajes del espectáculo o del mundo folletinesco. De cualquiera de las formas, nombre y tratamiento tienen notoria  importancia.

Era el mayor de dos hermanos, una persona normal de familia normal y corriente como decía su padre y que siempre -como le enseñó su madre- cumplía con la norma “para ir por la vida con la cabeza bien alta”. Nunca cuestionó estos principios, observarlos era lo correcto. Todo, hasta su nombre, era tan normal como la novela de su vida. No hay atajo sin trabajo hijo –decía su madre- y así, desde el convencimiento de que cada día tiene su afán, a trabajar dedicó sus esfuerzos sin más alharacas.
Veinte años laborando codo a codo con el propietario de una pequeña empresa, con no menor dedicación que si fuera suya dieron como fruto una relación entre ambos más de amigos que de otra cosa; Ángel y Ramón, los hijos del jefe compartieron colegio y juegos con los suyos y en ocasiones hasta lugar de vacaciones. En casa era frecuente ver ocupada la mesita del salón con planos y estadillos de trabajo.
-  Tengo ganas de que te jubiles, al menos podré tener la casa sin papelotes por todos los sitios –decía Laura.
-      Moriré con las  botas puestas -contestaba él.

No es que fuera enemigo del paraguas. No. Si no que lo olvidaba en cualquier lugar; lo prudente, aún a riesgo de perderle, hubiera sido llevarlo consigo camino del trabajo situado lo suficientemente cerca como para que una tormenta tornase en esponja al confiado andarín .
Caían las sombras de la tarde, las nubes de gran tamaño y un gris opaco que venían del norte deformándose continuamente casi arrollando los tejados, presentaban  el aspecto de una cadena montañosa para terminar su desarrollo en una especie de monstruo de gran tamaño y desgarrarse convertidas en aguacero diagonal y furibundo  que arrastrando tierra de lomas cercanas convertía la calle en un lodazal. La humedad, llanto poético del dolor de su vejez, rezumaba por tejados y paredes de los edificios más longevos.
-      Juan: mi padre quiere retirarse y  me haré cargo de la empresa. Él y tú siempre os habéis tuteado, lo sé, pero en el futuro debes llamarme Don Ángel, ya sabes: es por el “qué dirán”, hay que guardar las formas.
 A cien metros de la nave industrial volvió la vista; la cortina de agua apenas si dejaba adivinar la luz del despacho que acababa de abandonar, cuanto más recordaba el monólogo, más se confundían sus ideas.

Debí sacar el paraguas –pensó de vuelta a casa.

4 comentarios:

Abejita de la Vega dijo...

La importancia del don, cuánto memo anda suelto. Cuando alguien no tiene otro mérito se cuelga un don y se atrinchera.

Bienvenido al mundo bloguero,se te echaba de menos, Paco.

pancho dijo...

Se ha perdido ese sentido de pertenencia a una dinastía que hacía casi obligatorio a los padres poner un nombre propio determinado a uno de sus vástagos.
Me encanta la manera de hilar el relato, a tono con esa tormenta tan amenazadora como bien descrita. Excelente, si es que tengo que decir algo.
El tiempo otoñal han activado las musas.
Un abrazo.

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Vuelvo a los blogs tras las vacaciones y me encuentro este brillante relato tuyo, Paco. En todo: en temática y en expresión.
Hay que tener un paraguas cerca siempre para estos cambios de tiempo.
Un abrazo.

Myriam dijo...

¡Abramos el paraguas!.

Feliz regreso, Paco. Un abrazo