Reflexión

Cuando triunfó el nuevo material de escritura [el pergamino], los libros se transformaron en cuerpos habitados por palabras, pensamientos tatuados en la piel. (El infinito en un junco. Irene Vallejo).

martes, 27 de marzo de 2018

APARECE CARLOS I. La cautiva de Tordesillas, de Manuel Fernández Álvarez.



El lector que interesado y curioso acude a Tordesillas para documentarse en el lugar mismo donde Juana de Castilla lloró su abandono, lo encuentra hoy ocupado por bloques de viviendas y plaza con estatua. El nuevo trazado entre la iglesia de San Antolín y el convento de Santa Clara donde se ubicaba la residencia real, construida por Enrique III (1379-1406) y mandada derribar por Carlos III (1716-1778)  ni siquiera respetó el perfil primitivo de la manzana.

Contemplando como único recurso la maqueta del palacio, el viajero retrocede en el tiempo hasta  el atardecer invernal del 4 de noviembre de 1517 en que Carlos y Leonor entraron en el salón del viejo palacio. Con tres reverencias y el besamanos como prescribía el protocolo se acercaron a doña Juana que deslumbrada por los hachones entornaba los ojos intentando reconocer a los hijos que doce años antes había dejado en Flandes con cinco y siete años. Acostumbrada ya a la luz, la Reina sonríe, evita el besamanos y abraza a sus hijos:

-      ¡Hijos míos! ¡Cuánto tiempo! ¡Qué guapos estáis!

Leonor, entre lágrimas miraba a Catalina asustada por su aspecto: una saya de paño, una zamarra de cuero y por todo adorno, un pañuelo blanco en la cabeza más próximo a la indumentaria de una aldeana que al de una princesa. Fuerte contraste con su vestido púrpura de generoso escote y cuajado de brocados.

Carlos se dirige (en francés) a su madre:

-      Vuestros hijos vienen a besar la mano a la Reina, su madre.

Doña Juana ahoga un sollozo y puesta más en Reina:

-      ¡Hijos! Viniendo de tan lejos habéis de estar fatigados, retiraos a descansar.

Carlos y Leonor tras las muestras de respeto y reverencias protocolarias propias de la corte se retiran a sus aposentos.

El viajero sale de las Casas del Tratado hacia San Antolín, atrás queda la maqueta de ese gran desconocido, el Palacio Real. En el recuerdo una cita:

... su vida [de doña Juana] era tal y el atavío y ropas de su vestir tan pobres y extraños y diferentes de su dignidad...[1]


[1]NICOMEDES SANZ Y RUIZ DE LA PEÑA, Doña Juana I de Castilla: la reina que enloqueció de amor, (1939).

lunes, 26 de marzo de 2018

DE NATURAL INCRÉDULO.



Soy de natural incrédulo. Dudo sobre si la sangre se altera en determinadas estaciones del año; presumo, probablemente sin razón, de que más allá del incordio de actualizar relojes, el cambio de hora no me afecta; pero algo debe pasar, porque hace unos días estoy más inclinado a la reflexión, más propenso al agradecimiento por el amanecer de cada día; por el amor que, involuntario antes de conocido, hipoteca voluntariamente dos vidas sin estrépito ni gestos desmesurados con paz y equilibrio. Ya sé. Me vas a decir que no es fácil, te concedo el beneficio de la duda, pero, es posible, si los dos anteponen el sueño hermoso de la paz y la libertad, al vértigo, la competencia y la discordia de la vida.

Dos no riñen si uno no quiere –dice el refrán ya en desuso– y no le falta razón y está en lo cierto cuando uno pone más que otro. Hoy quiero aportar algo al refrán, propongo sustituir “uno” por “dos”. Ya sé que es un axioma; también puede ser un objetivo.

“Para mí vivir es no tener prisa, contemplar las cosas, prestar oído a las cuitas ajenas, sentir curiosidad y compasión, no decir mentiras, compartir con los vivos un vaso de vino o un trozo de pan, acordarse con orgullo de la lección de los muertos, no permitir que nos humillen o nos engañen, no contestar que sí ni que no sin haber contado antes hasta cien como hacía el Pato Donald... Vivir es saber estar solo para aprender a estar en compañía, y vivir es explicarse y llorar... y vivir es reírse...”
Carmen Martín Gaite

El otro –yo, gracias– mejora con la entereza del uno. Remando en tu misma dirección soy ahora más fuerte aunque de natural incrédulo: no es cierto que ayer domingo 25 tuviera una hora menos, los muy taimados la han escondido y la sacarán cuando interese.  

miércoles, 21 de marzo de 2018

A LA LUZ DE LA ICONOGRAFÍA. La cautiva de Tordesillas, de Manuel Fernández Álvarez.


Pintura, música, teatro y cine han divulgado per se, la presunta locura de amor de Juana I de Castilla. Tal vez fueran los pintores del movimiento romántico quienes contribuyeron a ello con mayor eficacia. Lo truculento y melodramático “cala” con más facilidad que lo real histórico. Francisco Pradilla con Doña Juana ante el féretro (1877) y La Reina recluida (1906) es el más significado, pero, ya antes Steuben (1836), Gallait (1856), Maureta (1858), Vallés (1866) y Rodríguez Losada (1868), retrataron a la reina junto al cadáver de Felipe «el Hermoso». Una ópera en cuatro actos: La Loca de Gian Carlo Menotti (1979), Locura de amor obra teatral de Manuel Tamayo (1855), película de igual título de Juan de Orduña (1948), otra de Vicente Aranda: Juana la loca (2001), promocionaron la leyenda de amor, pasión y celos de Juana I de Castilla.

En el siglo XIX el arte trató de mostrar la locura de doña Juana; en el XX los estudiosos acudieron al diagnóstico: alteración de la personalidad y contacto erróneo con la realidad. La verdad está por descubrir, nos queda la suposición en función de la percepción que cada uno tenga de la tragedia de la reina que no reinó.

Puestos a ello, quiero pensar, a la luz de la pintura de Louis Gallait Jeanne la Folle representando a doña Juana y don Felipe idealizados ambos, ella con la mirada fija en el rostro de su marido muerto y en la parte baja del cuadro un detalle significativo: el cetro caído, yace al pie de la cama: todo un símbolo. Quiero pensar –decía– contemplando el cetro, en la problemática de la soberanía femenina.

Las reinas lejos de gobernar por derecho propio eran objeto de alianzas para unir reinos y asegurar la continuidad de herederos masculinos. En el caso del reino «católico» la desaparición primero del príncipe don Juan, después la princesa Isabel y posteriormente el hijo de esta el príncipe don Miguel, dejó la sucesión de Castilla y Aragón en manos de la princesa Juana, que aun viuda, tenía todo el derecho hereditario a su favor. Pero era mujer y sola. Ya desde su estancia en Borgoña, recién casada, los sirvientes que cuidaban de ella dependían de su marido. Muerto este, los consejeros de Felipe continuaban dirigiéndola. Fernando su padre, y Carlos su hijo intentaron (y consiguieron) controlar la casa de la reina quedando Juana incapaz de dirigir a sus sirvientes. La ecuación estaba resuelta: manifestada la incapacidad de gobernar su casa y dado su proceder aleatorio no era apta para gobernar sus reinos.

A la luz del cetro caído que yace al pie de la cama, veo una reina víctima o heroína, a la que los suyos consiguieron gobernar. La tragedia de Juana es la tragedia de sus reinos.

domingo, 18 de marzo de 2018

CISNEROS, REY SIN TRONO.


En Tordesillas a principios de noviembre de 1517 Leonor de diecinueve años y Carlos de diecisiete se preparaban para visitar a su madre Juana de Castilla y su hermana Catalina a la que solo conocían de nombre. El contraste entre visitantes y visitados era penoso. Los diez años de Catalina, a la que nadie asociaría con la nieta de los Reyes Católicos, habían trascurrido en el desamparo de una depresiva madre cuyo único cuidado era mantenerla cerca de sí. El cronista describe su atuendo:

No llevaba más adorno encima de su sencillo jubón que una zamarra que podía valer dos ducados. Su adorno de cabeza era un pañuelo de tela blanco.

Carlos, casi un chiquillo, seguramente influido por sus consejeros flamencos que pugnaban por manejar los asuntos de Castilla, antes que mejorar la situación de su madre, debía preparar, con el fasto y lujo requeridos el funeral regio de su padre para afianzarse en el poder.

A unas veinte leguas de distancia en Roa (Burgos) vivía sus últimos días un anciano cardenal que había salido de Madrid al encuentro de su rey. Para el cardenal: arzobispo de Toledo, primado de España, tercer inquisidor general de Castilla, que gobernó la Corona de Castilla por incapacidad de la reina Juana; presidió el Consejo de Regencia tras la muerte de Felipe el Hermoso y volvió a asumir el gobierno tras la muerte del rey Fernando  en espera de Carlos I, el encuentro con este era, al menos moralmente, como entregarle el poder que se le confió como regente.

Francisco Jiménez de Cisneros estaba enfermo, tenía ochenta y un años y sentía la pena de ver como el encuentro se posponía. No se cumplió a la muerte de Fernando (1516) y se retrasaba una y otra vez en 1517. El Cardenal se había enterado de la llegada del rey a final de septiembre y desde su desembarco en Asturias hasta su llegada a Tordesillas había pasado más de mes y medio. En el entorno del Cardenal la conclusión era clara: todo era una maniobra del muy influyente Guillermo de Croÿ (Señor de Chièvres) para que Carlos no se viese con el Cardenal Cisneros que murió el 8 de noviembre de 1517 y había entregado intacta a Carlos I la formidable monarquía cohesionada por Isabel y Fernando, sus abuelos. El cronista Juan Ginés de Sepúlveda recoge el sentir del pueblo castellano en una elocuente crónica:

La muerte de un varón así resultó más penosa y preocupante a los castellanos, porque se le consideraba la única persona que con su autoridad y discreción podría guiar las acciones y decisiones de un rey muy joven aún, nacido y criado fuera de España y no educado en las costumbres de los españoles... 

Cabe recordar una vez más el verso 20 del Cantar de mío Cid:

¡Dios qué buen vasallo! ¡Si oviesse búen señore!

En la época quedaban, sin duda, restos de medievalismo y excesos, no se trata de dar una imagen mitificada y triunfalista del Cardenal ni de ocultar rasgos negativos. Con independencia de la valoración ética, muchos de sus actos de gobierno como regente, marcaron un antes y un después en la historia de España; sin olvidar la Biblia políglota complutense.

miércoles, 14 de marzo de 2018

PERO... ¿FUE POR AMOR? La cautiva de Tordesillas, de Manuel Fernández Álvarez

El episodio de la Cartuja haciendo deambular de noche por pueblos y villorrios el cadáver de su esposo confunde a propios y extraños; el pueblo llano respetuoso por obligación pasmado al paso de tan trágica comitiva saca consecuencia: aun reina, aquello no tiene sentido. Quienes asisten y tratan en proximidad con Juana I de Castilla, coinciden en que necesariamente padece algún trastorno mental.

La locura por amor, la más romántica, la que arraiga con más facilidad, resulta en cualquier escenario teatral o humano más fácil de mantener y más difícil de refutar. Para que nada falte esta tesis tiene hasta el testimonio escrito de doña Juana en su carta al embajador de Flandes: “si en algo yo usé de pasión y dexe de tener el estado que convenía a mi dignidad, notorio es que no fue otra cosa sino celos”.

Sin poner en duda que doña Juana amaba a don Felipe, la cuestión está en establecer si su conducta es resultado del sentimiento o de una pérdida de contacto con la realidad que la empuja al delirio amoroso como refugio y escusa. Verla como una persona cabal es apartarse de la realidad; Fernández Álvarez en Juana la Loca, La Cautiva de Tordesillas acepta su locura y los lectores recogemos en su estudio-biografía sobradas muestras de la incapacidad de la reina. Aun así: ¿cuál es y hasta donde alcanza el significado de loca?; tratándose de una reina: ¿por qué no se busca remedio?

Tal vez a este respecto convenga interesarse por la razón de su indiferencia a los asuntos de estado, a su persona, a las relaciones sociales, a las –al margen de creencias– obligaciones religiosas que como reina forman parte de su diario vivir. Culpables, sin duda, haberlos «hailos»: don Felipe propaga sus “manías” (posible venganza de esposa ante la indiferencia del marido) enviando cartas a España, la encierra en sus habitaciones, le prohíbe visitas y retira sus damas de confianza. Yerno y suegro se reparten gobernanza uno; oro de América y maestrazgos el otro. Isabel I, su madre, manifiesta en su testamento la ineptitud de su hija para gobernar: “no quisiere o no pudiere entender en la gobernación dellos [sus reinos]”.

Ni su esposo, ni su padre, ni los grandes de España tuvieron más interés en doña Juana que el de arrebatarle el poder. Algo debió ocurrir para ocultarla físicamente sin contemplar siquiera –valga la expresión– mostrarla como elemento representativo visible.

Es como para perder la razón, pero visto así, no por amor.

domingo, 11 de marzo de 2018

Bola de nieve





Las Viburnun farreri Stearn han  florecido. La naturaleza empuja, tengo que
dejar atrás la pereza.

miércoles, 7 de marzo de 2018

CRÓNICA DE UNA LEYENDA. La cautiva de Tordesillas, de Manuel Fernández Álvarez




Burgos 1506.-

La muchedumbre agolpada en la plaza del Mercado Mayor jalonada de tapices, soportaba el rigor del verano castellano haciendo de la curiosidad sombra, a la espera de aclamar a don Felipe y doña Juana que entre repiques de campanas se dirigía a la Casa del Cordón. Los flamantes nuevos reyes descabalgaron frente a la puerta con cordón franciscano labrado en piedra que sirve de unión a los blasones de los Velasco y los Mendoza-Figueroa y entraron en el patio arqueado en forma de claustro con pozo central. Don Felipe repartía sonrisas cómplices a las damas y esposas de oficiales mayores que rodeaban a la joven pareja. Las galanterías, que continuaron durante la comida, acentuaron la indisposición de doña Juana que se retiró a sus habitaciones mientras Felipe bebía y bailaba incansable.

Cuando la fiesta languidecía un gentilhombre propuso al rey cambiar de aires; a menos de media legua un grupo de oficiales de la guardia jugaba a la pelota y don Felipe era –o al menos eso afirmaba– buen jugador.

-                  Me batiré con el mejor –dijo.

Felipe encontró un buen oponente y la ventaja no se inclinaba de ningún lado. Tal vez la contundencia del banquete, tal vez el juego, sofocasen al rey. Pidió agua muy fría que le fue servida de una fuente cercana y la comitiva se retiró.

Al amanecer, don Juan Manuel, señor de Belmonte llamó a los médicos: el rey tenía fiebre muy alta y dolores en el costado. Felipe, rodeado de galenos flamencos, que despreciaron la ayuda de los castellanos, se agitaba entre convulsiones y sudores. Doña Juana en la cabecera, apenas podía contener las lágrimas.

Al séptimo día (25 de septiembre) el rey joven y hermoso, yacía sin vida en el palacio de los Condestables. Los vivas de ayer lamentos son hoy: « Murió el rey don Felipe». Doña Juana, embarazada de nuevo, con la vista fija en los cuatro cirios, pensaba aun que aquel joven rubio iba a levantarse en cualquier momento para tomarla de la mano.

En la mañana siguiente se procedió a embalsamarlo según la costumbre flamenca. Dos cirujanos se encargaron de preparar el cuerpo haciéndolo colocar en un ataúd de plomo recubierto de madera. La archiduquesa mandó cerrar ventanas y postigos y así permaneció casi tres meses en completa oscuridad. El veinte de diciembre cansada de su voluntario encierro rodeada de servidores con antorchas se dirigió, de noche, a la cartuja de Miraflores:


-          ¡Desenterrad el cuerpo de mi marido! ¡Estoy cansada de estar en el lugar donde murió!

Temiendo lo peor por su avanzado estado, monjes y cortesanos accedieron.

-                ¡Testificad que es el cuerpo de mi marido! –exigió cuando el ataúd fue abierto
.
Nadie, monje o seglar, quiso asumir la responsabilidad de oponerse a su deseo. Cerrado de nuevo el féretro fue colocado en un carro fúnebre y la reina dispuso partir hacia Valladolid con la condición de viajar siempre de noche:

-              La viuda que ha perdido el sol de su vida no puede exponerse a la luz del día –dijo. 

“De ahí arranca la leyenda de doña Juana, la Reina que, enloquecida por la muerte de su marido, no consiente en que lo entierren, y hace transportar su cadáver de pueblo en pueblo...”  La cautiva de Tordesillas (pág. 151).


jueves, 1 de marzo de 2018

JUANA, CONDESA DE FLANDES. La cautiva de Tordesillas, de Manuel Fernández Álvarez


Fiesta aldeana (Brueghel el Viejo)

Juana I de Castilla: viuda a los veintiséis años, madre de seis hijos de los que vive desde muy pronto separada y acorralada por el poder. Así, en apenas dos líneas queda resumido en el prólogo de Juana, la cautiva de Tordesillas (evito deliberadamente el epíteto que acompaña a su nombre) el contenido de la biografía de una mujer singular que –a mi juicio– puede leerse como novela.

Poco me atrevo a aportar a la magnífica labor del profesor Fernández Álvarez, autoridad indiscutible en la historia de la España del XVI. Si acaso subrayar alguna curiosidad.

Salvado el hecho de que los matrimonios eran organizados e impuestos por los padres, Juana en agosto de 1496 emprende viaje a un lugar desconocido en busca de un prometido desconocido cuyo idioma no entiende. El 8 de septiembre desembarca en Holanda; la más elemental regla de cortesía pide que su futuro la espere en el puerto, pero no. El encuentro no se produce hasta el 12 de octubre.

Primera curiosidad: en semejante situación la reacción previsible de cualquier novia sería desencanto, pesadumbre, rabia, impotencia..., pero tampoco. Juana, la niña de dieciséis años reacciona mudando a mujer terrible. Se desata la pasión en ambos y la pareja busca «consumar» de inmediato. Tal vez la juventud, la exuberancia de los bosques o la vitalidad erótico-festiva de su nueva patria expresada por Brueghel el Viejo en su cuadro La fiesta aldeana transformaron a la Condesa de Flandes.