Erase una vez en que queríamos ser Tarzán, uno de los tres mosqueteros, “el bueno” de
la peli del Oeste a la salida del cine, el domador o el trapecista si nos
habían llevado al circo, queríamos implicarnos en la acción. Pasado el tiempo nos
conformamos con ser nosotros mismos que no es poco, o lo que creemos ser, o lo
que otros creen de nosotros.
La
eficacia narrativa de Sefarad
consigue que el lector se implique emocionalmente y se convierta en un
personaje más del libro. Su lectura propone constantemente un maridaje entre el
“yo” y el “otro” al que es difícil resistirse haciendo que nos impliquemos en
la acción: Nos miran y sabemos que saben, y en silencio nos fuerzan a ser lo
que esperan que seamos […] Nos miran y no sabemos a quién pueden estar viendo
en nosotros, que inventan o deciden que somos. (Copenhague). El “tú” soy yo; por eso, en el espacio temporal de unas páginas, soy Hans Meyer, Heinz Neumann, o el profesor Klemperer, por eso…
Convivo
con Primo Levi en su piso burgués de Turín o con Isaac Salama en Tánger cuando
ambos creen ser ante todo italiano o húngaro. Llego a identificarme con la
pregunta: Y tú qué harías si supieras que en cualquier momento pueden venir a
buscarte, que tal vez ya figura tu nombre en una lista de presos o de muertos
futuros […] (Quien espera).
Me
identifico sin alternativa posible con las víctimas conocidas o anónimas del
Holocausto: Eres Jean Améry viendo un paisaje de prados y árboles por la
ventanilla del coche en el que lo llevan preso […] eres Evgenia Ginzburg
escuchando por última vez el ruido peculiar con el que se cierra la puerta de
tu casa […] (Eres).
Con
emoción escucho las experiencias de uno de los pocos españoles de la División Azul
que hablaba alemán, un joven alférez ascendido a teniente, y con él me doy
cuenta que lo peor no reside en no saber, sino en no querer saber, no estar
dispuesto a saber cuándo el fanatismo distorsiona la realidad. Como él tengo
grabada la mirada de aquel hombre con gafas de pinza asido a un palo horizontal
con alambre espinosa y una palabra: Juden,
pronunciada como un latigazo por el capitán aficionado a Brahms.
El
teniente, hoy anciano no quiere disculparse por aquello pero sí se siente
obligado a dejar testimonio de lo que pasó, a seguir el consejo de la mujer
judía que mientras bailaban lo aconsejó salir de allí y contar lo que pasaba: Tú
no eres como ellos aunque lleves su uniforme, tú tienes que irte de aquí y
contar lo que nos están haciendo. Nos están matando a todos uno por uno […] (Narva).
Ucrania,
Siria, Gaza, Sudán del Sur, Irak,... y
otros muchos lugares padecen desde hace años situaciones violencia no con el
tecnicismo y programación de que hizo gala en nazismo de Hitler. Sí con
fanatismo y arbitrariedad parejos.
Imagen: Narva, Estonia
3 comentarios:
Sin duda, Paco, es la clave del éxito de recepción de esta obra. Aquellos que no logren sentirse como estos personajes, no podrán con el libro. Allá ellos: no comprenderán nunca los grandes dramas de la Europa del siglo XX y el carácter universalizador del mensaje de las víctimas de los poderes autoritarios.
Excelente.
Suscribo a todas y cada una de las palabras de Pedro. De hecho, sabes que estoy dentro.
Un beso, Paco querido
Hola Paco, he leído tu entrada, he intentado dejar un comentario y algo ha fallado, a ver si ahora es la definitiva.
Esa mirada de "selección" de la víctima, que le inyecta el miedo y hace que se vaya convirtiendo en lo que su verdugo ve en él. Ese silencio que aisla, que mina, hasta matar. Qué bien lo has descrito.
Han pasado los años y aunque los métodos se han perfeccionado, el resultado sigue siendo el mismo. Hay gente que no quiere aprender a mirar a los demás como lo que son, seres dignos de respeto.
Saludos.
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